Fascismo histórico y fascismo demonológico
Poco antes de fallecer, Michel Foucault reivindicaba el papel de parresiasta, es decir, la función crítica del intelectual y del profesor frente a los consensos fundamentales en que descansaba la sociedad. Esto ocurre hoy con el “antifascismo”, convertido en uno de los pilares ideológicos no sólo de la izquierda, sino de la sociedad europea actual. Quede claro que, como dijo hace años el filósofo Augusto del Noce, es preciso distinguir entre el fascismo histórico y el fascismo demonológico. Y es que la llegada a la Casa Blanca del republicano Donald Trump y los éxitos electorales de los nuevos partidos de derecha identitaria en Europa han contribuido a resucitar el espectro del fascismo y, en consecuencia, del antifascismo.
Con la aparición de un partido como Vox, España no ha sido una excepción, sino todo lo contrario. Como ya he señalado en otras ocasiones, Vox no me parece un partido fascista, ni tan siquiera de extrema derecha. Se trata del clásico movimiento de derecha tradicional, conservador en lo moral y liberal en lo económico, con algunos aditamentos identitarios. Sin embargo, la opinión dominante va por otros caminos. Por eso, en este como en otros aspectos de nuestra vida política y cultural, lo que destaca es la ausencia de calidad intelectual; y no sólo en nuestra particular looney left (izquierda chiflada), sino en una derecha esclava de los supuestos ideológicos de su antagonista. Por todo ello, resulta significativa la abundancia en nuestras librerías de obras dedicadas al fascismo escritas desde una perspectiva claramente demonológica: Mark Bray, Antifas. El Manual Antifascista; Umberto Eco, Contra el Fascismo; Madeleine Albright, Fascismo; Jason Stanley, Facha; Michela Murgía, Instrucciones para convertirse en un fascista, etc.
Ninguno de estos libros vale gran cosa. En concreto, Bray identifica el antifascismo con la extrema izquierda; defiende la violencia y, como alternativa, la “sociedad sin clases”. Eco hace referencia desde una perspectiva ahistórica a un “fascismo eterno”. Y estas dos obras son lo más presentable intelectualmente. Las demás resultan grotescas y caricaturescas. Lo malo es que los intérpretes españoles no han mucho más allá. A la hora de analizar el fenómeno Vox se ha recurrido a los rancios tópicos antifascistas.
Desde su columna en El País, Santos Juliá Díaz relaciona al partido verde, por su retórica nacionalista, con el fascismo. Claro que hace cuatro años Juliá Díaz hacía lo mismo con Podemos, identificando a sus militantes y dirigentes con el efebo cantarín nacional socialista de la célebre película Cabaret. Y es que este antifascismo sirve ante todo para estigmatizar aquello que no nos gusta. Mejor no hacer mención a las opiniones de un historiador como Ángel Viñas. Tinta Libre, uno de los órganos intelectuales de nuestra particular “izquierda chiflada”, dedicó uno de sus últimos números a Vox, calificándolo, naturalmente, de “fascista”, “extrema derecha”, “totalitario” o “neofranquista”.
Echamos de menos en nuestro país autores de la talla de Pierre André Taguieff, Régis Debray, Michael Seidmann, Emilio Gentile, Chantal Mouffe, Enzo Traverso, Alain Finkielkraut o Stuart Hall, a la hora de analizar los nuevos fenómenos políticos. Sin embargo, hay que reconocer que este antifascismo tan primario e irreflexivo tiene su funcionalidad política. Por de pronto, contribuye, como denunció el filósofo alemán Peter Sloterdijk, a la salvación de la conciencia de comunistas y revolucionarios, borrando las huellas de su práctica genocida de clase. Además, al demonizar a las derechas identitarias emergentes bloquea los cambios en el mercado político. Y, por último, oculta los problemas fundamentales y las amenazas reales que sufren nuestros regímenes demoliberales en la actualidad, es decir, la partitocracia, la falta de representatividad y la corrupción.
A nivel propiamente historiográfico, este tipo de antifascismo carece de fundamento tanto teórico como empírico. Y es que el antifascismo, a diferencia de lo sustentado por Mark Bray, no puede ser identificado sin más con la izquierda revolucionaria, porque hubo conservadores antifascistas como Charles de Gaulle, Winston Churchill o Alcide de Gasperi. La situación incluso adquirió tintes surrealistas dado que el mismo Ku-Klux-Klan -como ha señalado el historiador norteamericano Michael Seidmann- rechazó el fascismo, hecho que no hace menos repulsiva y condenable a esta organización terrorista de corte racista.
Sin embargo, quien ha sometido a una crítica histórica más concienzuda este rebrote de antifascismo demonológico, ha sido el historiador italiano Emilio Gentile, hoy por hoy el máximo intérprete del fenómeno fascista en Europa. Gentile ha publicado recientemente el libro Quien es fascista, en cuyas páginas califica de “ahistoriología” no sólo el contenido de obras como la de Umberto Eco, sino los intentos de identificación de las nuevas derechas con el fascismo histórico. Y es que, a su juicio, sólo pueden ser denominados “fascistas” aquellos sectores políticos que se consideren herederos del fascismo histórico, es decir, un movimiento político-social “totalitario” basado en un “pensamiento mítico”, en un “partido milicia”, “interclasista”, en un “sentimiento trágico y activista de la vida”, en “una ética civil basada en la subordinación absoluta del individuo al Estado”, “una organización corporativa de la economía” y una política exterior imperialista. Ninguno de los nuevos partidos de la derecha identitaria, señala Gentile, se siente heredero de ese proyecto político; todo lo contrario. Así que el antifascismo demonológico se reduce a una retórica marxistoide o a la indigencia cultural conservadora. De ahí la necesidad de combatir este tipo de subterfugios, cuya única finalidad es conservar el poder político y la hegemonía ideológico-cultural.
- Pedro Carlos González Cuevas es Profesor Titular de Historia de las Ideas y las Formas Políticas y de Historia del Pensamiento Español en la UNED.